jueves, 11 de junio de 2009

Dias de lluvia


En estos días de tanta lluvia, la melancolía se levanta proporcionalmente con los niveles de los canales y lagos en la ciudad de Hialeah. Me dio por recordar mi niñez, cuando en la finca de mi abuela, salía bajo la lluvia para perderme en los potreros o en la manigua a la orilla de la granja, con solo una tiradera y un puñado de piedras en el bolsillo. Nunca tuve buena puntería, mis marcos solían ser los arboles de roble, las frutas y cuando me sentía un Hércules, estiraba la liga al máximo con la esperanza de derivar unos palmiches de una de las tantas palmas reales en aquel rincón de Camagüey. Fue en una de estas excursiones, que por razón ilógica de la niñez, apunte mi tiradera a unos de los patos de abuelita. Las piedras, la tiradera, mis manos, mis ojos, todo estaba mojado. Quizás fue la humedad que alineo mi mala puntería y en esta ocasión logre alcanzar el blanco. El pato comenzó a dar frenéticos aletazos, estos duraron lo que me pareció una eternidad, seguramente solo fue cuestión de segundos. Cuando el pato quedo totalmente inmóvil, corrí hacia el grosor de plumas. En ningún momento pensé sobre el rico fricase que abuela podría prepara con mi presa, no me imaginé a mi abuelita con la sonrisa feliz que ella me regalaba a menudo cuando yo le hacia una gracia, mas bien pensé todo lo contrario, que clase de cocotazo me esperaba en la casa de guano a la orilla de la manigua. Me tire de rodilla a la yerba mojada y pronto las lagrimas y la lluvia se intercambiaban en mi cara. No recuerdo si hice una oración o no, pero conociendo a aquel niño muy bien y bajo las circunstancias, estoy seguro que fueron muchas las plegarias. Quede plasmado antes mis fechorías. Pasaron varios minutos, mientras yo analizaba la mejor solución a mi dilema. Podía eliminar la evidencia en lo profundo de la manigua, lanzarlo en la corriente del rio, dejarlo en el lugar donde estaba y dejar que un perro o gato pagara la culpa. O podía llevárselo a abuela con la esperanza de una cena.
Algo inesperado, y si no estuviera hablando de un pato, hasta se pudiera decir milagroso, el pato repente menté se enderezo y con su meneo de lao a lao se alejo de mi lo mas rápido posible.
El se salvo de la olla de mi abuela y yo de sus pescozones.
Guarde mi tiradera, corrí hasta la casa, me quite mis ropas mojadas. Abuela me dio un cafecito caliente y me acosté a dormir la siesta.
Más nunca lance una piedra en dirección de los animales de abuelita.

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